Anónimos
El silencio inerte de lo anónimo.
La mirada fotográfica construye una imagen de la realidad desde el análisis de sus fragmentos. La mirada fotográfica trabaja con el tiempo, se enfrenta a él para mirarlo. Su mirada no sólo detiene el tiempo, lo construye de un modo diferente; se trata de una invención en la que lo posible se renueva de manera permanente.
El enfoque de Valentín Vallhonrat ha desarrollado en el análisis una extrema agudeza de síntesis. No tanto como culminación de un proceso sino como un efecto de condensación de emociones y sensaciones a través de un mecanismo de metáfora. Sus imágenes, especialmente las pertenecientes a las series Sueño de animal y Cristal Oscuro, analizan animales disecados, objetos, lo inanimado o las representaciones de lo vivo de esculturas, maniquíes o modelos anatómicos, para desarrollar un trampantojo emocional en el que se manifiesta desde los matices de la luz o las texturas, una ficción fotográfica de la ilusión. Estas dos series parecen desarrollarse con el ritmo de un relato.
Anónimos es el trabajo inmediatamente sucesivo, que aparece como una prolongación e intensión de los planteamientos de las series anteriores. El objeto no son ya representaciones, esculturas o animales disecados y preparados para expresar, sino el propio cuerpo físico de los animales, inertes y desprovistos de vida, abandonados a su propia suerte en la muerte. Esta serie se construye como un cambio de registro frente a Cristal Oscuro, aunque sin embargo conserva una análoga intencionalidad de la mirada: descubrir el tiempo impreciso en el que quedan suspendidas sensaciones y emociones en una oscilación de fragmentos, atrapar en la imagen el sentido último de la realidad desde sus matices.
En los diversos retratos de monos disecados, se subrayaban los aspectos pasionales, expresivos y casi humanos. En Anónimos el animal es presentado en su estado más descarnado de cadáver, de un modo que remite a la comida, y a la familiaridad desapasionada de la muerte a través del alimento animal. Se trata de una serie construida con lentitud, meditada, con la espera que exige un trabajo que aborda por primera vez lo muerto como muerte.
Pero también con la rapidez a la que obliga un tiempo ya detenido y que sin embargo avanza descomponiendo, triturando en la putrefacción de la materia las apariencias de lo vivo.
Mientras Valentín Vallhonrat realizaba esta serie fotográfica, iniciaba la producción de un vídeo Espacio para la experiencia. El video ilumina la fotografía en el que a cámara lenta recogía las imágenes de corderos exhalando el vaho de su respiración como una nube de niebla en el frío del amanecer con el hocico junto a la cámara o el balido que mueve la cabeza del animal en un poderoso estertor de vida. Se trata de dos vertientes de una misma preocupación que intenta acotar los límites entre la vida y la muerte. Valentín Vallhonrat trata a los animales muertos y a sus fragmentos como si fueran retratos pictóricos, calibrando las posibilidades de su volumen y la expresividad de las texturas de la piel despellejada contra un fondo negro y uniforme.
Anónimos es una brutal reformulación contemporánea del bodegón, y en él se perciben los ecos nítidos y claros de las advertencias del recuerdo de la muerte (memento mori) de los vanitas barrocos del Siglo de Oro.
Justamente es esa conexión con la idea de la muerte y de la caducidad de la vida lo que otorga una grandeza espiritual y una profundidad mística al bodegón español del barroco. Los objetos que despliega ante la vista son por lo general escuetos, humildes, banales, productos corrientes del campo o de la caza, en los que no se condensan ni lujos ni refinamientos para el paladar. No hay en ellos alusión a la ostentación o a la opulencia tal y como ocurre en los bodegones flamencos. Los fondos por lo general se abren a paisajes exuberantes de vegetación entre pesados cortinajes púrpuras.
El bodegón español no pretende advertir solo frente a la vanidad de las riquezas terrenales, sino de una manera más profunda frente a la caducidad de la vida, frente a lo perecedero. La vida humilde es también sometida al ritmo implacable de la muerte y del tiempo. La vida por ello es el más excelso de los lujos y de los placeres, y frente a ella se construye una idea de lo muerto, de lo inerte y de la inmovilidad.
Quizá por ese motivo la atmósfera de la pintura barroca española es densa y posee un espesor que casi se puede palpar con la mirada y su tacto, incluso invita a ser rasgada con un gesto de la mano, como si de esa manera pudiera tocarse lo que no se puede decir con palabras.
Valentín Vallhonrat retoma en esta serie la estructura de los bodegones de Sánchez Cotán, y a la vez asume una interpretación de su reflexión sobre la precariedad y caducidad de la vida, bajo la forma de una meditación sobre la muerte. La ventana o alacena que se abre a un espacio negro de fondo característica de los bodegones del cartujo español, se adapta a un esquema fotográfico de gran intensidad, sobre el que destacan los fragmentos de los animales. Las fotografías poseen una consistencia objetual que las acerca a la corporeidad de una ventana.
Sánchez Cotán utiliza preferentemente en sus bodegones frutas y hortalizas, y en ocasiones introduce aves de caza como el francolín, una especie de perdiz ya extinguida, que aparece en varias pinturas colgado o los pájaros, tordos y jilgueros, alineados y atados a una caña. La muerte se expresa en la inmovilidad de los animales, su condición de cadáveres les convierte en formas desmadejadas como el francolín suspendido o rígidas como los pájaros. Sin embargo para que la vida mantenga aún un eco de presencia, Sánchez Cotán elude representar a
los animales desplumados o mostrando las huellas de la violencia de la muerte, por eso su meditación contiene una serenidad y una contención que se abre a lo espiritual. En cierto modo su mirada es casi más filosófica que pictórica, y tiende a establecer una atmósfera silenciosa alejada de dramatismos expresivos.
Otro pintor barroco como Mateo Cerezo abordará la brutalidad del cadáver animal en composiciones cuyos títulos aluden claramente al destino alimenticio de los objetos representados: en Bodegón de cocina aparecen sobre una mesa y junto a frutas y vegetales dos cabezas de cordero, y un gran trozo de carne, mientras que en Bodegón de caza y cocina aparece un pollo desplumado acompañado de otras aves y un conejo aún por desollar. Goya también explorará las características dramáticas de la cabeza de cordero en un bodegón, actualmente en el Museo del Louvre realizado en los años cruciales de las guerras napoleónicas, entre 1808 y 1812. La cabeza de cordero posee una intensa carga dramática: es muy huesuda; se exhibe en los mercados con los rastros sanguinolentos y permite adivinar muy claramente la forma de calavera, que es como una distorsión monstruosa de la calavera humana. La cabeza de cordero contiene implícita una evocación salvaje de la violencia y de la muerte.
Valentín Vallhonrat se distancia del naturalismo al utilizar el blanco y negro que elimina el color de la sangre y atenúa los contrastes de huesos, piel y carne, pero lo asume como representación. Ciertamente aunque en un díptico de gran aliento dramático aborda el diálogo entre dos cabezas de cordero que parecen flotar en un espacio de densidad negra, elude un tratamiento formal desde lo violento, al relacionar ambas cabezas descarnadas en un diálogo de gestos congelados y miradas vacías.
Entre el dramatismo subyacente, la muerte se desliza como un fragmento de vida perdida. Probablemente no hay violencia, tampoco patetismo, pero sí una visión trágica y terrible. A pesar de ello permanece cercano a Sánchez Cotán en lo que es el tratamiento formal, en la síntesis, en la elección de fragmentos que aún remiten a la vida aunque los animales estén muertos. De la misma manera que Sánchez Cotán mantiene a sus aves muertas emplumadas, Valentín Vallhonrat emplea el blanco y negro como una manera de mantener la «piel» a sus animales. Las cabezas de cordero funcionan casi como máscaras. Máscaras de un horror que se acentúa desde las imágenes del vídeo, en las que el cordero grita.
El carácter filosófico de la meditación sobre la precariedad de la vida de Sánchez Cotán reaparece en Anónimos de una manera diferida, a través de otros contrastes complementarios marcados por el fragmento fotográfico: austeridad y síntesis, fantasmagoría y representación, silencio e inmovilidad.
El drama es trágico pero se desenvuelve en una extrema contención formal.
Las imágenes de las orejas de cerdo, funcionan como flores o plantas, se asemejan a vegetales. Las cabezas no son nunca completas, y la piel no deja adivinar la
forma tétrica de la calavera. El conejo desollado parece haber tomado vida de improviso y su cuerpo, aún sin cabeza, contiene un movimiento, es como si estuviera nuevamente corriendo. A pesar de la crudeza de la muerte las imágenes de Anónimos expresan más allá del aspecto meditativo, una ternura por la pérdida de la vida: lo anónimo habría podido ser sinónimo de inocente. Ternura y cariño por la vida que cesa, por la soledad inerte de la muerte.
Santiago. B. Olmo